Hacía más de un año desde mi último viaje y parece que se me había olvido porque es tan importante para mí viajar. Esta última vez sabía que lo tenía que hacer, pero mi mente me decía que las circunstancias no eran favorables para ello y por eso no entendía porque esa necesidad interna de hacerlo. Totalmente inmersa en la vida de Barcelona, cierta energía, preocupaciones, desconfianza y miedo me tenían totalmente paralizada y no me dejaban tomar la decisión. Sabía que no podía acabar el año así y en el último momento, sin saber muy bien por qué, tomé la decisión. Solamente me hizo falta un día para entenderlo, y es que hay ciertos lugares y circunstancias que te permiten soltar capas y dejarte ser más tu que nunca, conectando contigo, con el lugar con el ahora, con lo que es la vida, quitándote vendas, permitiéndote ver, sentir y entender cosas que desde Barcelona, me cuesta más llegar.
Empecé el viaje sabiendo que acababa el año llena de incertidumbre, totalmente fuera de mi zona de confort, asustada, pero entendiendo que no era nada malo, aunque sea lo que nos han enseñado. Entendiendo que la vida te pone delante justo lo que necesitas, aunque no sea lo que esperas. Entendiendo que la incertidumbre aparece porque te toca experimentarla para integrar algo que hasta ahora no habías hecho. Te obliga a soltar el control y a trabajar esa flexibilidad y fluidez que le falta a tu vida. El universo te lo pone difícil para que crezcas, para que sueltes el control de fuera y caigas en un desorden externo para primero poner orden a lo interno. Aprendiendo que hay una parte que está en tu mano, pero la otra depende de alguien o algo mucho más grande y sabio que sabe si lo que tú quieres se corresponde con lo que necesitas. Solamente desde la aceptación, soltando la rigidez, abriéndote a recibir lo que venga, aunque no coincida con tus expectativas, podrás integrar aquello que te falte para avanzar.
Todo ese desorden interno acumulado no se hizo esperar y el primer día de mi viaje salió con toda su fuerza. Parece que estaba esperando salir de casa para brotar hacia fuera. La primera noche no pude dormir dejándome sentir todo aquello que quería salir, miedo, ansiedad, inseguridad, preocupaciones, soledad, sufrimiento, todo un desfile de emociones que fui observando y sacando a través del llanto. Sorprendentemente, al día siguiente era una persona nueva, más conectada conmigo y con el lugar que desde hace mucho tiempo. Es muy curioso como esas emociones también salieron de una forma física a través de mi cuerpo, el primer día una quemadura en mi pierna izquierda (lado femenino) hizo que se saltara la piel y empezaran a salir un sin fin de porquería de ella en forma de pus y demás. Una pequeña lesión que me acompañaría todo el viaje, obligándome a cuidarme para que cicatrizara correctamente y que justo el día que regresé a mi casa de Barcelona, se cayó. Señales que no pasan desapercibidas y que me aportan conciencia de mis impurezas internas.
El lugar que elegí para visitar India de nuevo, no pudo ser más acertado. Arambol, un pueblecito hippy del norte de Goa, me dió todo aquello que necesitaba del viaje en ese momento de mi vida, aportando luz a ese túnel en el que me había metido en los últimos meses. No sé si será el ritmo de vida de allí, la conexión con la naturaleza desde que sale el sol hasta que se esconde, la energía del lugar, la paz del paisaje, la cultura, la gente que se cruzó en mi camino o simplemente el salir de mi zona de confort, lo que me hizo sentirme conectada, despierta, tranquila, sin miedos, confiando, fluyendo, en paz. Entendiendo que es gracias a estos viajes con los que recupero la pérdida de poder personal al que a veces la rutina en las grandes ciudades me lleva.